La "desbandá"


La Guerra Civil Española empezó el 18 de julio de 1936. Yo tenía 14 años. Nos marchamos de Vélez la madrugada del lunes 8 de febrero de 1937. Nos sustaron las explosiones del Treatro Principal, convertido en polvorín por las milicias, al que prendieron fuego para que las municiones no cayeran en manos del enemigo. Éramos mi padre, mi madre y siete hermanos, uno era una bebé en cuarentena. Nos fuimos con lo puesto y sin ninguna clase de alimento. Nos marchamos porque, por aquellas fechas, mi padre, que era carpintero, estaba haciéndole el mobiliario de una tienda de comestibles a un tal Esteban Díaz, un tendero del pueblo de Lagos. De vez en cuando, este señor se pasaba por nuestra casa para entregarnos algún dinero y, entre otras cosas, le dijo a mi padre:

– Manuel, la cosa está poniéndose muy madura, el enemigo lo tenemos ya en Zafarraya y usted sabe que las tropas siempre que van a tomar una población la ametrallan antes. Y yo sé que usted es un hombre honrado, pero las bombas no distingues a buenos o malos. Con esto quiero decirle que, sí quiere, y por un tiempo, os podéis venir a Lagos, que allí tengo una casita de aperos en el campo y podéis quedaros allí hasta que pase lo malo.

Claro, nos fuimos de Vélez pensando en quedarnos en Lagos. Pero a nosotros se nos unieron unos tíos míos con dos hijos, uno de los dos también era un bebé en cuarentena. Tomamos el camino de las Campiñuelas y el río Seco hasta salir a la carretera Nacional 340. Cuando llegamos allí, Esteban nos recibió muy amablemente y nos dio el desayuno. Entonces, este señor llamó a mi padre y le dijo:

– Manuel, yo le ofrecí mi casa para usted y su familia, pero no para tantas personas.
Mi padre le contestó:

– Y yo le dio las gracias, pero desafortunadamente la cosas han ocurrido así y donde yo vaya, iremos todos. 

Así que no pudimos quedarnos en Lagos. Pensamos en regresar a Vélez, pero ya era demasiado tarde. Si caminábamos hacia atrás, la gente nos tomaría por fascistas. Así que seguimos dirección Nerja. En la salida de este pueblo había un molino de aceite y allí nos metimos para pasar la noche y resguardarnos de la lluvia. Al día siguiente continuamos hasta la Herradura y en una covacha del monte, cerca de la carretera, pasamos nuestra segunda noche. No se podía hacer fuego porque los barcos nos cañoneaban.

Entonces, a las ocho de la mañana le dije a mi padre que iba a ir un poco más arriba para hacer mis necesidades. Me alejé por una cañada. Qué desgraciado fui que nada más acabar de ensuciar cayeron sobre mí toda una lluvia de obuses. Me tiré al suelo y me cubrí la cabezas. El terreno temblaba, la tierra me salpicaba y caía sobre mí. Aquello duró una media hora, de la que salí vivo de milagro. Cuando dejaron de cañonear, quise irme hacia abajo en busca de mis padres. Entonces, unos seis o siete soldados, que estaban escondidos frente a mí en la cañada, me dijeron:

– ¡Niño!  No salgas todavía. Sigue escondido ahí.

Ellos, al rato grande, decidieron salir, pero con tan mala suerte que los barcos empezaron a disparar de nuevo. Uno de los obuses cayó sobre ellos y yo, de donde estaba, los vi saltar por los aires. Cuando paró de nuevo la traca, salí de mi escondite y me dirigí hacia los cadáveres. Me quedé con la boca abierta al ver la matanza que allí se había producido. Todos muertos, destrozados por la metralla. Los fui tocando uno a uno, hasta que cogí el casco de uno de ellos y como un tonto o un loco me lo puse sobre la cabeza, cogí la cañada abajo y corrí hacia donde dejé a mi familia.

Sería medio día ya, o quizás las tres o las cuatro de la tarde, no estoy seguro. Al llegar al lugar donde supuestamente estarían mis padres, cuál horror fue el mío que allí no había nadie. Lo que había era un manto de muertos. Gracias a Dios no había ninguno de mi familia. De modo que como hacia Vélez no podía caminar, seguí hacia Almería.

Ya bien entrada la tarde, a unos cuantos kilómetros más adelante, entre la barahunda humana me encontré con mi tío Paco y su hijo de dos años, que eran miembro de mi familia, la que yo dejé en la cañada de la Herradura. Él se asustó cuando me vio solo y a mí me pasó lo mismo. Me preguntó por el resto de la familia, y yo le conté todo lo que había pasado. Entonces, seguimos juntos andando. 

Comenzó a chispear. Estaba anocheciendo. Llegamos a Almuñécar y mi tío me dijo:

– Espérame en la carretera sentado. Quédate con tu primo a ver si pasa la familia. Yo voy a bajar a Almuñécar y compro algo de comer.

La verdad es que no comimos nada desde que salimos de Lagos. Bueno. mientras tanto empezó a llover más fuerte y los barcos empezaron otra vez a lo mismo. Y, claro, yo asustado cogí a mi primo, lo espatarré sobre mis hombros y seguí hacia delante siguiendo a la multitud. Así fue como en este momento me quedé sólo con mi primo de dos años. Otra vez solo y sin comer. Amarré las correas del pelele de su babero a mi frente y así lo tenía sujetado. Algunas veces pedía algo de comer para mí y mi primo, pero no se fiaban de mí y lo que me daban se lo tenía que comer el niño delante de ellos. Pero. claro, aquello era la guerra y nadie se fiaba de nadie.

Una noche pasó a mi lado una familia con tres bestias atadas una detrás de la otra, y el hombre me vio cómo iba y no me dijo nada. Él iba con un caballo junto a su mujer, detrás otra mujer de más edad y dos bultos de ropa a los lados y, por último, había un burro que llevaba colchones, mantas y cosas. Yo, sin que se dieran cuenta, sujeté el rabo del burro que era muy dócil porque venía cansado, pues no me hizo ningún extraño. Mientras caminaba iba pensando: <<ellos no saben que yo voy detrás cogido del rabo del burro y como es de noche...>> no lo pensé tres veces. Cogí una navajilla que llevaba y corté el cordón que unía el burro con el corcel del centro y me aparté mezclándome entre las masas hasta salir de la carretera. Me quedé con el burro. Pensé que no estaba bien lo que había hecho, pero aquel hombre no tenía buen corazón. No me ayudó viéndome cansado y con un niño de dos años sobre mis hombros. Al menos de esta forma dejamos de andar, de manera que cuando yo calculé que su amo iba muy lejos, volví a la carretera y nos montamos en el burro.

Una noche antes de llegar a Motril. desde un ventorro pegado a la carretera escuché una voz que me llamaba a voces. Yo me acerqué, no lo reconocí. Él sí a mí. Era soldado, bastante más mayor que yo y me preguntó que a dónde iba solo con el niño. Yo le conté todos los sucesos ocurridos y que con la última persona con la que había estado había sido mi tío Paco. Entonces, este hombre se lo contó a sus compañeros soldados, los cuales, con la guasa, estuvieron en la puerta del edificio gritando “¡Paco!” al gentío que caminaba continuamente. Entonces la voz de Paco se corrió a las masas y aquello parecía un disco rayado porque todo el mundo no paraba de gritar el nombre de mi tío. En aquella circunstancia me pareció gracioso. Entonces, el conocido me dijo:

– Bueno, entra y os calentáis en la lumbre.

Cuando entré, el ventorro estaba atestado de soldados que huían del frente. Los soldados seguramente que pertenecían a algún batallón. Pasé la noche con ellos y al llegar la mañana esta persona me dijo:

– Niño, nosotros nos tenemos que ir. Quédate aquí a ver si pasa tu familia. Si yo los veo, Ies diré que te he visto.

Pero yo no quería echar raíces allí. Yo Cogí un saco con latas vacías y lo desocupé para meter el casco. Con el casco del difunto miliciano me acercaba a los arroyos y lo utilizaba a modo de recipiente para saciar mi sed y darle de beber a mi primo. Pero ahí no quedó la cosa. Cuando me dispuse a coger el burro cuál fue mi sorpresa que el animal había caído de bruces en el suelo, reventado de la caminata. Yo y unos cuantos lo cogimos de las orejas, de las patas y del rabo y lo pusimos de pie, pero automáticamente el burro se desplomaba de nuevo. Yo me preguntaba de dónde vendría aquel animal para estar en tal estado. Algunos incluso venían de la provincia de Cádiz. El caso es que no había dios que lo levantara del suelo y allí se quedó.

Bueno, seguí la caravana rumbo a Motril. Aclarando el día llegué al río de Motril. El río estaba que parecía desbordarse, la riada era espantosa. Recuerdo que el agua era turbia y borbotaba a gran velocidad. Días antes había llovido tanto que quizá fuera producto de ello. A todo esto, se sumó el hecho de que los puentes estaban totalmente destruidos, volados con obuses de la aviación italiana o por los mismos derechistas del lugar con el objetivo de cortar la retirada. Pese a ello, algunas personas, ya sea por ignorancia o por desesperación, se atrevían a cruzar el río y morían ahogados, arrastrados por la riada. Entonces, sé corrió la voz de que más arriba había un arroyo con muy poco agua y que habían construido un puente de madera, de modo que los señores que conocían el terreno nos llevaron a dos kilómetros río arriba, donde los ingenieros republicanos habían montado un puente de madera de los que ellos tienen para estas ocasiones. Así conseguimos pasar el puente, yo siempre con mi primo a cuestas.  

Ya llegaban las claras del día cuando llegamos a Motril. Yo empecé a dar vueltas por el pueblo por si veía a mi familia o algún conocido. Pero nada de nada, y sin comer nada tampoco. Bueno. llegó la noche y pensando me dije: <<aquí tiene que haber una Casa del Pueblo... >> Y preguntando di con él. Pegué en la puerta y le conté a un hombre que salió que yo era de Vélez-Málaga y que me había perdido de mi familia mientras huía. El hombre me dejó entrar, pero me advirtió que sitio no había, que podía quedarme en un sofá. Ciertamente, al entrar, todo el suelo estaba ocupado por gente que dormían o estaban reclinados contra la pared. Nada más sentarme en el sofá me quedé dormido.

Al día siguiente, me levanté al sol del día y me preparé para seguir andando. Unos soldados me dijeron que la cosa estaba muy mala, que teníamos al enemigo encima. Éstos mismos que se habían quedado en la casa del pueblo se metieron corriendo en un camión y arrancaron para irse. Entonces cuando el camión iba en marcha, un soldado rezagado salió del edificio y gritó:

– ¡Esperadme! 

Pero uno de los que iban en el vehículo sacó la cabeza por la ventana y le hizo un corte de manga. El soldado rezagado apuntó con su arma y le disparó, acertando en el blanco de lleno. Aquello era la guerra. Y un niño de 14 años como era yo veía cosas horribles.

De nuevo andando. El próximo pueblo a 5 kilómetros de Motril era Adra. Mientras andaba un hombre me llamó por mi nombre. Claro que yo me acerqué a él y en seguida lo reconocí. Era un cabrero del barrio del Pilar que salió de Vélez con nosotros y conocía mi familia. Allí estaba con una piara de cabras esperando a ver lo que pasaba. De manera que nos dio un poco de leche. No me acuerdo si migó pan, nos la bebimos con el casco del soldado fallecido en la Herradura. Mientras estuvimos hablando otra vez de nuevo los aviones tirando bombas. Las cabras salieron corriendo para todas direcciones y yo y el cabrero tiramos cada uno para un lado. Ya no le volvía en ver en mi vida.

Desde allí hasta Adra ya había cañas dulces, habas, chicharos y algunos grupos de personas que estaban haciendo algo de comer a los que yo me acerqué y pedí algo para el niño. Ellos me contestaban que eso era cuento, si eso es así, que se lo coma el niño aquí delante de nosotros. Así había que hacerlo. Los barcos, el Canarias y el Cervera, los aviones por otro lado, sin parar de bombardear, y yo sin parar de caminar de noche y de día.

Un día, nunca se me olvidará en la vida, vi en la cuneta del camino una carretilla de mano de esas antiguas hechas de madera. Me dije, yo quito los trapos que lleva y allí subo al niño y así iré mejor. Y cuál fue mi sorpresa que cuando quité la manta que tenía el carrito, lo que había dentro no era ropa, sino un anciano muerto, consumido por el frío, el hambre o alguna enfermedad. Bueno, yo me quedé más muerto que el viejo al igual que todos los que pasaban por allí.

Al rato, vi a un hombre con un carro y una mula. Yo me daba cuenta de que estaba enfadado con el mulo haciendo maniobras con el carro, que llevaba ropa de cama. Entonces consiguió acercar al carro con el mulo al borde del camino que transcurría por una terraza muy alta y escarpada. Empujó al mulo, y carro y animal se despeñaron precipicio abajo. Aquel hombre hizo un gesto que jamás se me olvidará: se limpió las manos, el pecho y los muslos de las piernas como si se hubiera quitado un peso de encima. Yo conocía a ese hombre. Era de Vélez y me acerqué para preguntarle qué le pasaba. Él me contó que poco antes una de las bombas había matado a toda su familia y que él no tenía cojones de tirarse con el carro. Él se quedó allí en el borde del barranco mirando hacia el mar. Nadie de los que pasábamos pudo llevárselo de allí. Yo no le volví a ver más desde entonces.

Seguí mi camino. La carretera estaba completamente llena de objetos: bultos de ropa, gramolas, máquinas de coser, sartenes, sacos, maletas, sillas, mesas, cuadros, etc. Parecía como si un camión de mudanzas se hubiera estrellado cerca, dejando su cargamento esparcido por toda la carretera. Creo que la gente, cuando huyó, creyó que volvería al poco tiempo y no pensaron que, como me pasó a mí, no volveríamos hasta transcurrida la guerra, e incluso muchos hasta final de sus días. En este panorama a mí me dio por coger un bulto de ropa como los que antiguamente llevaban las mujeres a lavar al río. Además, no era muy grande y pesaba poco. La cosa estaba más tranquila de bombas, me lo cargué al hombro y continué sin saber qué llevaba. Sabe dios porqué lo cogí. A lo mejor las bombas me estaban trastocando, quizá pensé que me serviría como almohada.

Unos kilómetros más adelante en una cuesta de la carretera había un coche parado y nos dijo su dueño a unos cuantos como yo que si éramos tan amables de empujar entre todos. Que cuando cogiera la cuesta abajo, el coche andaría y dejaría que nos montáramos con él. Así lo hicimos tres o cuatro que estábamos allí. Y efectivamente el coche arrancó, pero el que iba al lado del conductor nos hizo la peseta y se fueron volando. En ese instante yo me acordé del soldado que disparó a sus compañeros por abandonarlo y ofenderlo de aquella manera. De modo que volví a donde había dejado el niño y el bulto de trapos y otra vez a andar. Y por fin llegamos a Adra.

Adra era como Torre del Mar antiguamente. Al llegar según se entra por la derecha había una fila de casas de una sola planta. Había una cola muy grande. Había una panadería. Yo llevaba un poco de calderilla que no llegaría a dos pesetas, pero yo tenía mucha hambre y me puse en la cola, sentándome en el suelo. En esa instante, me dije voy a ver lo que hay dentro del bulto de ropa. Y cuál fue mi sorpresa que aquel bulto no portaba ropa, sino cajillas de tabaco del que se fumaba en aquellos tiempos (tabaco migado) que no había en los estancos y que llegaba a la gente de contrabando (por entonces los más pobres fumaba hojas de moreras y chascas). Cuando los hombres de la cola me vieron con las cajillas se volvieron como locos comprándome el preciado producto y allí me hice de manejo. Compré el pan porque caí en gracia y me pusieron el primero.

Cuando metí el pan en el saquillo que llevaba me di cuenta de que tres casas más adelante la estaban saqueando, porque las casas eran de ricos. aunque abandonada por su propietario por las circunstancias del momento, la habían abierto. Yo me metí en una de ellas y en el corral cogí unas naranjas y limones que allí colgaban de los árboles. Al pasar por la cocina cogí unos tarros. También del cuarto de baño cogí un estuche de aseo con jabón, brocha y una maquinilla de afeitar, la cual hasta hace poco la he estado utilizando. Cuando salí de la casa me encontré a un hombre de Vélez y me preguntó que si yo era el niño que vendía el tabaco y yo le contesté que sí.

– ¿Pero es que no me conoce usted Paco? — le pregunté.

– No —me dijo.

– Pues yo sí que le conozco a usted. Yo soy Eloy, el hijo de Manolín el carpintero — le afirmé.

Como ya llevaba varios días en esta epopeya, la fatiga, el cansancio, la lluvia, el barro, el caminar, todo eso me había cambiado el aspecto y aquel hombre no me reconoció. Sucio, despeinado, con las ropas rotas, el niño encima de mí. Los pantalones eran jirones que llegaban hasta las rodillas porque yo llevaba mis primeros pantalones largos y, como me estaban grandes, se me caían y yo me los subía. Y al rato hacia abajo y del roce de la carretera y del barro y el agua así estaban.

Entonces me preguntó por mis padres y yo le conté todo lo que había pasado. Me dijo que me fuera con él que había siete u ocho de Vélez más que llevaban un carro con dos caballos, y que podía comer algo.

Cuando yo llegué al carro todo fueron besos y abrazos porque todos he conocían a mí y a toda mi familia. Ya todos han muertos. No voy a decir cómo se llamaban. Sí diré que llevaban armas y habían requisado el carro. Total, que lo que allí estaban cocinando era una paella y se dieron cuenta que les faltaba sal. Yo saqué aquellos tarros que cogí de la cocina de aquella casa. El cocinero cogió uno de los tanos y comenzó a sazonarlo. Cuando ya había reposado el arroz, uno de ellos dijo venga vamos a comer, y cogió la cuchara, se la echó a la boca y dio un grito terrible. Todos nos asustamos. ¡Resultó que el tarro en vez de tener sal era de azúcar! Bueno allí se formó una de no te meneas y yo como no había comido desde Lagos me zampé un plato ni frio ni caliente.

Después de aquello estuvimos comiendo más cosas; carne de cerdo y de cordero que ellos llevaban en sacos, que también requisaron en el mismo cortijo que cogieron el carro. Bueno, eso a mí no he importaban mucho. Les conté a todos ellos mí aventura hasta llegar a Adra. Ellos me contaron que no habían visto a ninguno de mi familia. Entonces el jefe del grupo dijo vámonos y yo me quede muy triste pensando lo que me esperaba. Fueron cogiendo cada uno su sitio en el carro después de preparar la carga hasta que no hubo espacio para mi y mi primo. El último antes de subirse me dijo:

– Eloy. no sabes cuánto lo siento, pero yo soy el que menos manda aquí (pese a que yo antes le había regalado el tabaco porque yo le conocía muy bien y se portaron muy bien conmigo).

Pero antes de marchar, uno de ellos dijo que a ver si al menos podían montar a mi primo de dos años y así me ahorraron de llevarlo en los hombros. También se llevaron el saco con algunas cosas que yo llevaba. A mi primo lo pusieron entre las piernas del hombre éste. Bueno, el carro empezó a correr porque aquellos dos caballos parecían una diligencia. Yo me agarré a la parte trasera y al trote largo yo les seguía como si me hubieran pegado las manos al carro. Y para que no se me secara la boca me metía esparto de la estera que llevaba el carro al ruedo y de esta forma hacía saliva.

Salimos de Adra a las 9 de la mañana. Llegamos a una venta en un monte que desde allí se veía Almería a unos tres kilómetros. El que mandaba dijo aquí vamos a comer. Entonces se sacó uno de aquellos saquillos con carne de cerdo y cordero. Lo arreglaron en la cocina y nos lo metimos entre pecho y espalda. Se terminó la comida y volvimos otra vez a la carretera. A las dos horas poco más o menos llegamos a Almería. en una plaza. Allí empezaron a bajar y cada uno se fue por su lado. El último del carro, el conocido, me dijo:

– Bueno, nosotros nos quedamos por aquí. Os voy a llevar donde hay un refugio y si yo veo alguno de tu familia, les diré dónde estás.  
(…)

*** Extracto de las memorias de Eloy Rodríguez, natal de Vélez-Málaga. Transcripción realizada por Francisco Miguel González López.